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Jorge Manrique-Obras

Jorge Manrique-Obras Su obra poética no es extensa, apenas unas 40 composiciones. Se suele clasificar en tres grupos: amoroso, burlesco y doctrinal. Son, en general, obras satíricas y amorosas convencionales dentro de los cánones de la poesía cancioneril de la época, todavía bajo influencia provenzal, con un tono de galantería erótica velada por medio de finas alegorías. Sin embargo, entre toda ella, destacan de forma señera por unir tradición y originalidad las Coplas por la muerte de su padre. En ellas Jorge Manrique hace el elogio fúnebre o planto de su padre, Don Rodrigo Manrique, mostrándolo como un modelo de heroísmo, de virtudes y de serenidad ante la muerte. El poema es uno de los clásicos de la literatura española de todos los tiempos y ha pasado al canon de la literatura universal. Lope de Vega llegó a decir de ella que «merecía estar escrita en letras de oro». En ella se progresa en el tema de la muerte desde lo general y abstracto hasta lo más concreto y humano, la muerte del padre del autor. Esboza Manrique la existencia de tres vidas: la humana y mortal, la de la fama, que es más larga, y la eterna, que no tiene fin. El propio poeta se salva y salva a su padre mediante la vida de la fama que le otorgan no sólo sus virtudes como caballero y guerrero cristiano, sino mediante la palabra poética; tal como concluye el poema

Romanticismo español

Romanticismo español Romanticismo español
Artículo principal: Literatura española del Romanticismo

José de Espronceda es el prototipo de poeta romántico en España. Liberal exaltado, activista político y lírico desbordado, su temprana muerte a los 34 años lo convirtió en el poeta del Romanticismo español por excelencia.
En España el movimiento romántico tuvo precedentes en los afrancesados ilustrados españoles, como se aprecia en las Noches lúgubres (1775) de José de Cadalso o en los poetas prerrománticos (Nicasio Álvarez Cienfuegos, Manuel José Quintana, José Marchena, Alberto Lista...), que reflejan una nueva ideología presente ya en figuras disidentes del exilio, como José María Blanco White. Pero el lenguaje romántico propiamente dicho tardó en ser asimilado, debido a la reacción emprendida por Fernando VII tras la Guerra de la Independencia, que impermeabilizó en buena medida la asunción del nuevo ideario.
Durante la Década Ominosa en España (1823-1833) vuelve a instaurarse un régimen absolutista, y quedan suspendidas todas las publicaciones periódicas, las universidades cerradas y la mayoría de las principales figuras literarias y políticas en el exilio; el principal núcleo cultural español se sitúa, sobre todo, en Gran Bretaña y Francia. Desde allí, periódicos como Variedades, de Blanco White, contribuyeron a fomentar las ideas del Romanticismo entre los exiliados liberales, que paulatinamente fueron abandonando la estética del Neoclasicismo.
En la segunda década del siglo XIX, el diplomático Juan Nicolás Böhl de Faber publicó en Cádiz una serie de artículos entre 1818 y 1819 en el Diario Mercantil a favor del teatro de Calderón de la Barca contra la postura neoclásica que lo rechazaba. Estos artículos suscitaron un debate en torno a los nuevos postulados románticos y, así, se produciría un eco en el periódico barcelonés El Europeo (1823-1824), donde Buenaventura Carlos Aribau y Ramón López Soler defendieron el Romanticismo moderado y tradicionalista del modelo de Böhl, negando decididamente las posturas neoclásicas. En sus páginas se hace por primera vez una exposición de la ideología romántica, a través de un artículo de Luigi Monteggia titulado Romanticismo.
Por otro lado, algunos escritores liberales españoles, emigrados por vicisitudes políticas, entraron en contacto con el Romanticismo europeo, y trajeron ese lenguaje a la muerte del rey Fernando VII en 1833. La poesía del romántico exaltado está representada por la obra de José de Espronceda, y la prosa por la figura decisiva de Mariano José de Larra. Un romanticismo moderado encarnan José Zorrilla (dramaturgo, autor del Don Juan Tenorio) y el Duque de Rivas, quien, sin embargo, escribió la obra teatral que mejor representa los temas y formas del romanticismo exaltado: Don Álvaro o la fuerza del sino.
Un Romanticismo tardío, más íntimo y poco inclinado por temas político-sociales, es el que aparece en la segunda mitad del siglo XIX, con la obra de Gustavo Adolfo Bécquer, la gallega Rosalía de Castro, y Augusto Ferrán, que experimentaron el influjo directo con la lírica germánica de Heinrich Heine y del folclore popular español, recopilado en cantares, soleás y otros moldes líricos, que tuvo amplia difusión impresa en esta época.

Neoclasicismo en Francia

Neoclasicismo en Francia Literatura [editar]Véanse también: Literatura española de la Ilustración y Neoclasicismo hispanoamericano
La Ilustración fue un movimiento intelectual que provocó que el siglo XVIII fuera conocido como el «Siglo de las Luces». El culto a la razón promovido por los filósofos ilustrados conllevó un rechazo del dogma religioso, que fue considerado origen de la intolerancia, y una concepción de Dios que pasaba de regir el mundo mediante las leyes naturales a desaparecer en concepciones ateas del universo. Los ilustrados promovieron la investigación de la naturaleza, el desarrollo científico-técnico, la educación y la difusión general de todo tipo de conocimientos; fueron los tiempos de L'Encyclopédie. El arte se hizo así más accesible y con menos pretensiones, y la literatura se dirigió a un público más amplio, planteándose como un instrumento social. El aumento del número de lectores, especialmente entre la burguesía, plantea la figura del escritor como un profesional, y la escritura como su fuente principal o secundaria de sustento.

Francia fue la primera en reaccionar contra las formas barrocas, y los tres grandes ilustrados, Voltaire, Montesquieu y Rousseau se cuentan entre sus principales exponentes. También destacaron Pierre Bayle, Denis Diderot, George Louis Lecler y Chamblain de Marivaux. En Inglaterra tuvo una gran cantidad de adeptos la novela de aventuras, destacando Daniel Defoe, Jonathan Swift, Samuel Richardson y Henry Fielding, junto a los poetas John Dryden y Alexander Pope

De la novela se pasó al ensayo como género divulgador de ideas por excelencia. La literatura neoclásica realizó una crítica de las costumbres, incidiendo en la importancia de la educación, el papel de la mujer y los placeres de la vida.[5] Destacaron en España el fraile benedictino Benito Jerónimo Feijoo, Gaspar Melchor de Jovellanos y José Cadalso.

Cobró importancia la fábula, relatos o poesías normalmente ejemplificadas con animales, donde se exponen enseñanzas morales. La fábula se caracterizaba por ser una composición de carácter didáctico, por la crítica de vicios y costumbres personales o de la sociedad, y por la recurrencia a la prosopopeya o personificación. Es el subgénero que más se adaptó a las preceptivas neoclásicas: una composición sencilla en la que la naturaleza interviene, y que enseña divirtiendo. Destacaron los fabulistas Félix María de Samaniego y Tomás de Iriarte en España, y el francés Jean de la Fontaine.[6]

En España, hubo una continuidad barroca en la poesía, con autores como Diego de Torres y Villarroel, que consideraba a Quevedo su maestro; Gabriel Álvarez de Toledo y Eugenio Gerardo Lobo. La segunda mitad del siglo XVII mostraba ya una poesía neoclásica, dominada por su admiración por la ciencia y los temas filosóficos, o centrada en temas anacreónticos y bucólicos, y marcada en ocasiones por el fabulismo. Destacaron Nicolás Fernández de Moratín, autor de Arte de las putas, prohibida por la Inquisición, que pudo inspirar los Caprichos de Goya; Juan Meléndez Valdés y José Cadalso, de la escuela salmantina; los fabulistas Iriarte y Samaniego en Madrid; en la escuela sevillana destacaron José Marchena, Félix José Reinoso, José María Blanco-White y Alberto Lista.[7]

Se dio también una fuerte influencia barroca en el teatro español, especialmente durante la primera mitad del siglo XVIII, con autores como Antonio de Zamora o José de Cañizares. El teatro en España tuvo cambios como la prohibición oficial de representar autos sacramentales, la reaparición del gusto popular por el sainete y la transición de los antiguos corrales a los teatros, como locales adecuados a la nueva concepción del teatro. A finales del primer tercio de siglo los dramaturgos españoles comienzan a seguir los modelos franceses, como Boileau y Racine, renovando las estéticas aristotélicas y horacianas. La obra de teatro debe ser verosímil, cumplir con las unidades de acción, de espacio y de tiempo, y tener un enfoque didáctico y moral. Destacaron en la tragedia Nicolás Fernández de Moratín, José Cadalso, Ignacio López de Ayala y Vicente García de la Huerta; en el más popular género del sainete, destacaron Antonio de Zamora, el prolífico Ramón de la Cruz e Ignacio González del Castillo. Destacó especialmente la figura de Leandro Fernández de Moratín, creador de lo que se ha dado en llamar «comedia moratiniana» (La comedia nueva o El café, El sí de las niñas), en que ridiculizaba los vicios y costumbres de la época, usando el teatro como vehículo para moralizar las costumbres. Seguidores de esta línea son también Manuel Bretón de los Herreros y Ventura de la Vega

La misión del colibrí: Una leyenda quechua

La misión del colibrí: Una leyenda quechua Cuentan que hace muchísimos años, una terrible sequía se extendió por las tierras de los quechuas.

Los líquenes y el musgo se redujeron a polvo, y pronto las plantas más grandes comenzaron a sufrir por la falta de agua.

El cielo estaba completamente limpio, no pasaba ni la más mínima nubecita, así que la tierra recibía los rayos del sol sin el alivio de un parche de sombra.

Las rocas comenzaban a agrietarse y el aire caliente levantaba remolinos de polvo aquí y allá.

Si no llovía pronto, todas las plantas y animales morirían.

En esa desolación, sólo resistía tenazmente la planta de qantu, que necesita muy poca agua para crecer y florecer en el desierto. Pero hasta ella comenzó a secarse.

Y dicen que la planta, al sentir que su vida se evaporaba gota a gota, puso toda su energía en el último pimpollo que le quedaba.

Durante la noche, se produjo en la flor una metamorfosis mágica.

Con las primeras luces del amanecer, agobiante por la falta de rocío, el pimpollo se desprendió del tallo, y en lugar de caer al suelo reseco salió volando, convertido en colibrí.

Zumbando se dirigió a la cordillera. Pasó sobre la laguna de Wacracocha mirando sediento la superficie de las aguas, pero no se detuvo a beber ni una gota. Siguió volando, cada vez más alto, cada vez más lejos, con sus alas diminutas.

Su destino era la cumbre del monte donde vivía el dios Waitapallana.

Waitapallana se encontraba contemplando el amanecer, cuando olió el perfume de la flor del qantu, su preferida, la que usaba para adornar sus trajes y sus fiestas.

Pero no había ninguna planta a su alrededor.

Sólo vio al pequeño y valiente colibrí, oliendo a qantu, que murió de agotamiento en sus manos luego de pedirle piedad para la tierra agostada.

Waitapallana miró hacia abajo, y descubrió el daño que la sequía le estaba produciendo a la tierra de los quechuas. Dejó con ternura al colibrí sobre una piedra.

Triste, no pudo evitar que dos enormes lágrimas de cristal de roca brotaran de sus ojos y cayeran rodando montaña abajo. Todo el mundo se sacudió mientras caían, desprendiendo grandes trozos de montaña.

Las lágrimas de Waitapallana fueron a caer en el lago Wacracocha, despertando a la serpiente Amarú. Allí, en el fondo del lago, descansaba su cabeza, mientras que su cuerpo imposible se enroscaba en torno a la cordillera por kilómetros y kilómetros.

Alas tenía, que podían hacer sombra sobre el mundo.

Cola de pez tenía, y escamas de todos los colores.

Cabeza llameante tenía, con unos ojos cristalinos y un hocico rojo.

El Amarú salió de su sueño de siglos desperezándose, y el mundo se sacudió.

Elevó la cabeza sobre las aguas espumosas de la laguna y extendió las alas, cubriendo de sombras la tierra castigada.

El brillo de sus ojos fue mayor que el sol.

Su aliento fue una espesa niebla que cubrió los cerros.

De su cola de pez se desprendió un copioso granizo.

Al sacudir las alas empapadas hizo llover durante días.

Y del reflejo de sus escamas multicolores surgió, anunciando la calma, el arco iris.

Luego volvió a enroscarse en los montes, hundió la luminosa cabeza en el lago, y volvió a dormirse.

Pero la misión del colibrí había sido cumplida…

Los quechuas, aliviados, veían reverdecer su imperio, alimentado por la lluvia, mientras descubrían nuevos cursos de agua, allí donde las sacudidas de Amarú hendieron la tierra.

Y cuentan desde entonces, a quien quiera saber, que en las escamas del Amarú están escritas todas las cosas, todos los seres, sus vidas, sus realidades y sus sueños. Y nunca olvidan cómo una pequeña flor del desierto salvó al mundo de la sequía

El tigre del espejo

El tigre del espejo Este relato es la continuación de “El tigre del espejo”, adaptación muy libre de una leyenda china.

Han pasado siglos desde que el cruel Emperador Amarillo encerrara al tigre blanco y a la gente que vivía del otro lado del espejo. La antiquísima leyenda que contaba estos hechos, hablaba de la ambición del soberano por poseer al hermoso tigre, de la guerra que se desató a raíz de eso y de la manera en que los confinó y los condenó a repetir para siempre nuestros gestos desde los espejos de pared, desde los espejos de mano y hasta desde los pequeñísimos fragmentos de un espejo roto.

Las abuelas les narraban la leyenda a sus nietos y los maestros a sus alumnos, pero nadie creía que fuera más que una manera entretenida de explicar por qué los espejos repetían rostros, gestos y morisquetas. Sólo de vez en cuando, algún niño, luego de lavarse la cara y mirando su imagen se preguntaba si la historia no sería cierta. Pero inmediatamente olvidaba la idea y salía a jugar.

También se habían sucedido, una tras otra, generaciones de Emperadores Amarillos. Algunos crueles, otros autoritarios y otros simplemente indiferentes a la suerte de sus súbditos. Un dato curioso es que la vestimenta imperial había ido cambiando de color. Del amarillo oro a un amarillo claro. Y de allí a un blanco amarillento y a un blanco con una pizca de dorado. Pero los cambios habían sido tan imperceptibles que todo el mundo seguía pensando que era gobernado por un Emperador Amarillo.

Finalmente, a la muerte del Emperador Amarillo Chen, lo sucedió su hijo Huang, con gran preocupación del Primer Ministro y los Consejeros. Huang era un joven pálido y soñador, más aficionado a las historias de los antiguos maestros que a las cuestiones de Estado. Prefería buscar figuras misteriosas en las nubes del atardecer, interpretar los sonidos del agua de la gran fuente del palacio y adivinar la trayectoria de las hojas que caían en otoño.

Sin embargo, la ceremonia de asunción se celebró con todos los rituales del caso. No faltaron decenas de ruiseñores que cantaban encerrados en pequeñas jaulas de plata ni centenares de peces carpa, rojos y blancos, nadando en la fuente, ni miles de flores de loto con pequeñísimas velas encendidas que los sirvientes echaron a flotar en el río hasta convertirlo en una corriente de fuego y nieve.

En el momento culminante, y mientras Huang aguardaba sentado en el trono imperial, el Primer Ministro, seguido por los Consejeros, se acercó llevando la capa y la cuádruple corona de seda finísima. Mientras lo revestían con los atributos de su cargo, el joven notó con sorpresa que eran más blancos que la nieve de la cima de las montañas más lejanas. Es más, eran de un cegador tinte plateado como los espejos cuando los ilumina el sol. Pero nadie más pareció advertirlo y todos juraron lealtad al Emperador Amarillo.

A poco de iniciado su mandato, los dignatarios empezaron a murmurar. Que el Emperador no era suficientemente duro con los impuestos. Que descuidaba las guerras de expansión. Que no distribuía la riqueza de la manera acostumbrada. Sólo hizo falta una discreta insinuación del Primer Ministro para que los Consejeros empezaran a imaginar las maneras más sutiles de librarse de él.

Aunque parecía algo ausente y mantenía su aire soñador, Huang había visto y escuchado todo esto en las formas de las nubes y en los murmullos del viento. Pero estaba solo entre la multitud de servidores y funcionarios. Necesitaba encontrar el modo de salvar su vida y recurrió a lo que más conocía: las historias de los antiguos maestros. Mientras buscaba la respuesta, evitó como pudo las posibles trampas. Dormía de a ratos, con un sueño muy ligero, bebía el agua que la lluvia dejaba en el alféizar de su ventana y se alimentaba frugalmente con la comida destinada a los pájaros, conejos y otros animales del jardín del palacio, a espaldas de sus servidores.

Claro que no podía soportar demasiado tiempo esa vida y se dedicó con desesperación a leer historias en decenas de manuscritos bellamente dibujados que se hacía traer de la biblioteca. Así pasó tardes y noches enteras, en el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones imperiales. Pero se sentía cada vez más débil y cansado.

Una madrugada, el sueño lo hizo cabecear y, al incorporarse bruscamente, derribó una pila de papeles que estaban sobre la mesa. Inmediatamente después, escuchó un ruido de vidrios rotos. Al caer, los papeles habían arrojado al suelo un espejito de nácar y carey. Huang supo que eso era una respuesta y recordó la antigua leyenda del tigre y de la gente encerrada en los espejos por el Emperador Amarillo. Pero, ¿en qué podía ayudarlo esa historia? Decía que el cruel Emperador había confinado a sus enemigos del otro lado bañándolos en azogue, la sustancia plateada que transforma un vulgar vidrio en esa magia que repite las imágenes. El sol, que ya se levantaba, lo encontró de pie frente al gran espejo que colgaba de la pared de su recámara, contemplando la figura de un joven agotado, pálido como la nieve y vestido con una blanquísima túnica imperial. Entonces, con la claridad del relámpago, comprendió todo. Por alguna razón misteriosa, él pertenecía a ese otro mundo, que no era un simple cuento para entretener a los niños. Había llegado la hora de romper el hechizo. Con absoluta certeza, arrojó un taburete de ébano contra el espejo y, a medida que los fragmentos de vidrio caían al suelo, vio cómo se desplegaba ante sus ojos un mundo plateado y abismal. Vio murallas que rodeaban una inmensa plaza iluminada por la luna. Allí, cientos de hombres y mujeres tan pálidos como él aclamaban a su Emperador. Al frente de ellos, temible y majestuoso, estaba el tigre del espejo que, de un salto gigantesco, lo atravesó.

***
Huang, ahora soberano de los dos mundos, empleó toda su sabiduría para que sus habitantes aprendieran a convivir sin entablar otra guerra. Al principio hubo desconfianza, recelo, miedo. El Primer Ministro y los Consejeros huyeron aterrorizados más allá de los confines del imperio. También se fueron quienes no podían soportar que los espejos ya nos les devolvieran la copia fiel de sus gestos y morisquetas. Quienes se quedaron, tuvieron una larga vida de justicia y paz. Y no les importó la desaparición de los espejos porque ya conocían sus verdaderos rostros